Floriano De Santi - brunorinaldi

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Floriano De Santi

le stampe

La luz y la soledad
en la búsqueda del grabado de Bruno Rinaldi

Hace más de medio siglo, un gran intelectual, Jaime Pintor, advertía cómo el río de la genialidad ya había recorrido todos los diques. Así pues, a los sucesores sólo les quedaba la sensación de la recomposición y de la redefinición –e incluso moderación –de estos mismos términos. El llamamiento se dirigía a la cultura europea, de Coleridge al Surrealismo, con el aliciente de una comparación entre viejo y nuevo Romanticismo. Entonces las jóvenes generaciones tenían sed de trascendencia, de Chora, de nivel metafísico; hoy, sin embargo, se desea un repêchage moral y concreto en el desorden que estamos viviendo: de momentos estables ligados a la lucidez de las ideas y de las intenciones. Las ilustraciones grabadas, pensadas y realizadas por Bruno Rinaldi para su cuartilla, evocan dimensiones y valores cercanos en torno al sentido de la cultura e incluso al carácter de pertenencia. Las bases de sus indagaciones visuales son, por lo tanto, figuras bastante peculiares de librerías-anaqueles donde se recogen volúmenes y objetos de muchas naciones. Comprometida desde siempre en elaborar nuevos sistemas y nuevas imágenes de relaciones humanas, la tekhné artística de Rinaldi se pone sobre la pista de inéditas –para él –costumbres mentales y fantásticas: dentro de una moralidad que todavía se continúa con la precedente. El resultado es expresiva e intelectualmente muy maduro; la fórmula ideada no es pensamiento impotente, sino todo lo contrario, es esencialmente confianza en el hombre y en la razón. En los veinticinco grabados que Rinaldi dedica en el 2003 a “Las raíces europeas” la luz ha sido la protagonista. Ésta ha invadido el campo de la sombra sin eliminarla, naturalmente, pues no se da –parafraseando a Walter Benjamin en Angelus Novus –sin claroscuro como aquel Bildnerische Denken, “aquel pensamiento pictórico” que distingue su producción de los cuadros, pero modificándolo, atenuándolo, sacando el grito sofocado, mezclándolo de silencio, de fusión, de susurro gráfico-tonal, como si lo hubiese incorporado. Es una luz nítida, cristalina, pero privada de materialidad; fenoménica, sin fuente precisa de origen, invade los planos de los anaqueles con los libros y los objetos, unas veces como impalpable niebla, otras como irradiada a zonas; crea las viejas fotografías, las esculturillas-souvenirs y los cofrecillos con flores secas adornándolos y proporcionándoles volúmen: allí penetra, allí atraviesa, allí inhibe. Es una luz tanto de la verdad como del espíritu. Del resto, el otro componente poético de la búsqueda del grabado de Bruno Rinaldi es la soledad, que se concentra en su unidad, en parte aparentemente contradictoria, en su sentido un poco eludido, los elementos, las razones espirituales de las obras en que se aplica, incluso en todas las otras creadas en más de treinta años de ejercicio calcográfico. De hecho, la soledad es un rasgo fundamental de esta colección sobre Europa, como lo es de la vida: se diluye en la textura blanca del folio, indica desde qué territorio psicológico, moral, de qué condición de existencia deriva, y es el contenido. No se trata de intimismo, de recogerse en sí mismo: Rinaldi vive siempre la relación con el mundo, pero según una mutación profundísima transforma las ideas en imágenes, las relaciones externas en relaciones a ella internas, la existencia en ausencia, el concepto de Heimkehr, “el deseo del retorno al hogar”, al lugar donde las cosas están en un estado de pura presencia y belleza. Fundir luz y soledad, dar a este acto una realidad artística, traducirlo en poesía, es la singular experiencia inventiva de Rinaldi en estos dos últimos decenios. Se produce, tanto en el aguafuerte como en la pintura, un proceso intenso de los recuerdos; y fuese aceptada sólo la simplicidad, el retículo pobre del signo, la levitas del aguatinta, el sentido modesto y verdadero de los objetos. Esto quiere decir también –no obstante manteniendo aquellas raíces monásticas –reformar el eidos clásico de Morandi y de Castellani, según una subjetividad, una vibración existencial, una angustia, que es la inclinación más auténtica de lo contemporáneo. Y como si el artista bresciano hubiese hecho tabla rasa de cada trazado sobrante, de cada enriquecimiento decorativo, obteniendo un espacio donde florece lo absoluto de la visión lírica. Cuando Rinaldi graba sobre el metal tales trabajos (Holanda, Italia, España y Dinamarca) compone aguafuertes nitidísimos como hoy difícilmente se ve en nuestro país, ya que está diseñada la luminosidad en sí, en su impalpabilidad, ligereza, en su velo, en su ser fenómeno táctil, que se convierte en signo del apeiron de la luz, delicada nubosidad, vaga lluvia de polvo. Y con el polvo, la inmersión lentísima en el tiempo, que da consistencia a un cono de sombra tan ligero, quizá ya con referencias a aquel sentimiento, aquel deseo de muerte, como si entre estos espacios líquidos sólo fuera posible y dulce naufragar –según una significativa frase de El corazón de las tinieblas de Conrad –“como la niebla generada por el calor, como una de esas aureolas nebulosas visibles por la luz de la luna”

 
 
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